martes, abril 18, 2006

INFANCIA Y PRIMAVERA

La primera vez que leí Ortodoxía, de Chesterton –ejercicio que recomiendo a todo el que quiera refrescar su espiritualidad en los manantiales del sentido común- hubo algo que me sorprendió por ser cotidianamente obvio, y por imperdonablemente habérseme olvidado. Decía -hablando en términos generales de la infancia- que los niños, que rebosan vitalidad por ser espíritus libres y altivos, nunca se cansan de la repetición de aquello que les produce alegría; de ahí que cuando alguien, por ejemplo, les hace alguna gracia que a ellos les provoca regocijo, no dudan en pronunciar expeditivamente aquella frase a la que muchos de los que bregamos con infantes estamos acostumbrados y que no es otra que la de “¡hazlo otra vez!”. Por supuesto, los adultos volvemos a hacerlo una y otra vez mientras nos deslizamos por la pendiente del hastío, evacuados de aquella capacidad que siendo niños tuvimos de gozar chapoteando en la monotonía. Esta feliz regla de la reincidencia, también se da en la Naturaleza pues el Sol y la Luna aparecen todos los días. Tal vez -propone Chesterton- Dios no se haya cansado de llamarlos a escena, como tampoco se cansa de, en cada primavera, hacer por separado, verbigracia, margaritas idénticas una a otras. Quizá -plantea el escritor- el Creador tiene el eterno instinto de la infancia y nosotros de tanto pecar hayamos prematuramente envejecido, siendo nuestro Padre más joven que nosotros. Por ello, la época vernal que ahora principia espera humilde un año más a que cada flor estalle de infancia en nuestra alma, como el presagio de un Dios que aguarda a que el ser humano en cada generación se haga niño para salvarlo de su drama de hombre.
Mientras escribo este artículo un gorrión desatado de primavera se ha posado un instante sobre la reja de mi ventana. Ya se ha ido…; aunque con su misma vehemencia les aseguro que he sentido el deseo de poder decirle: ¡hazlo otra vez!
Diario CÓRDOBA (22-III-2006)