PEDRO CASALDÁLIGA
Chesterton, con reverencia devota, escribió que Jesús de Nazaret, en su paso por este mundo, hubo algo que -por ser demasiado grande para que Dios nos lo mostrara- nos ocultó en sus silencios repentinos y en sus impetuosos aislamientos, esto es, Su alegría. Precisamente esta es la sensación que uno tiene cuando se acerca a la personalidad del jesuita Pedro Casaldáliga, el obispo de los pobres. En su cuerpo enjuto de perseguir al Maestro, es su mirada insomne de oración, en sus gestos recortados de humildad y en su escuálida voz de semántica profética se esconde una desbordada alegría, tal vez la de saberse instrumento preciso de Aquel que dejó en herencia el Reino de los Cielos a los desheredados de la tierra, con los que además de compartir el pan comparte el aliento. Es cuanto menos curioso que don Pedro -como le llaman con devoción sus acólitos de Brasil-, alejado de todo sentimiento que le impida ver el bosque de la Palabra –entre ellos el nacionalista-, haya recibido recientemente con místico desapego el XVIII Premio Internacional Cataluña, aún a pesar de que Pasqual Maragall haya tenido que trasponer hasta la ciudad brasileña de Sao Félix do Araguaia, para entregárselo en mano. Aunque eso sí, la cobertura informativa del evento la ha aprovechado -con la sencillez de la paloma y las astucia de la serpiente- para arremeter contra el sistema capitalista neoliberal que nos asfixia culpándolo con imperativo mesiánico de “reducir la vida a un mercado y enmarcar las mentes en un pensamiento único”. Esto la mayoría lo sufrimos; aunque lo que no todos practicamos es lo que ha renglón seguido nos dice: “humanizar la humanidad es la misión de todos”. Es obvio que en la praxis de esta intelectualización evangélica estriba la diferencia entre su profunda alegría y nuestra insondable y perenne desazón.
Diario CÓRDOBA (12-IV-2006)
fdancausa@wanadoo.es
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