FÚTBOL Y VIOLENCIA
Les aseguro que no soy un ningún forofo del fútbol. Es más, si me apuran, el balompié lo que me evoca son aquellas enojosas tardes de domingo de los años 70, en las que el deporte nacional se convertía en un pelmazo y monopolista parte de guerra de los únicos colores de las banderías de aquella época: los futbolísticos. Y que mi padre, en el caso del Atlético de Bilbao, identificaba con la única píldora antifranquista que Franco no tenía más remedio que tragar. Por eso cada vez que desfila en mi recuerdo la aguerrida quinta de Iribar, siento que lo que sólo eran los colores de un club, en aquella infancia mía, ahora son heráldica en mi alma. Y es que el fútbol, cómo fenómeno social tiene estas cosas, que se acaba convirtiendo en un enorme árbol, en cuyo tronco los sentimientos de propios y extraños han hecho muescas por donde se exuda nuestra memoria privada y colectiva. No obstante, no todos poetizan cisuras en la corteza, sino que algunos hunden hasta el ojo el hacha de la violencia. Este es el caso de los hooligans y de su versión latinoamericana los barras bravas, que estos días de Mundial afanan a las autoridades alemanas. Aunque los sociólogos e historiadores se devanen los sesos buscando explicaciones y causas para el comportamiento de estos energúmenos, unos arguyendo la necesidad de autoestima dentro del grupo, y los otros diciendo que estos violentos comparados con los que reventaban los espectáculos en tiempo del Imperio Bizantino- que hasta tenía que intervenir el ejército- son bebés de mantilla, la causalidad está clara: sólo se trata de la atávica canalización, a través del deporte, de las más bajas pasiones humanas, ritualizadas de alcohol. Así de simple y tan claro como que la Bestia, esa que algunos esperaban el día 6 de este mes, ya estaba cuando se inventó el fútbol; y algunos “ni por su padre” se la quitan de encima.
Diario CÓRDOBA (17-06-2006)
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