MALTRATO INFANTIL
Piensen en la flor más bella que puedan imaginar. Ahora… concéntrense y traten de acariciar con su retina todos sus colores y esbeltez; regodéense en el paisaje que la circunda y en la brisa que la hace contonearse pizpireta; olfateen todos los matices de su perfume, y profesen su tacto sutil y delicado, casi etéreo. Pronto comenzarán a presentir que en ella se concentra el universo que ha sido necesario para que, frágil y derrochando bonhomía, pueda campear en toda su metafísica. Tal vez el Creador haya querido que así sea para que contemplando la ingenuidad de una sola flor podamos concebir el insondable milagro de su obra. Seguro que a muchos de los que les acabo de proponer este ejercicio interactivo de imaginación les habrá pasado lo mismo que a mí: que la flor que se ha asomado en lontananza habrá sido aquella de nuestra infancia que permanece hecha lienzo en nuestras memoria y que acude cada vez que la soñamos para hacernos sentir partes de ese infinito inescrutable e infantil al cual todos pertenecemos, pero del que demasiados están desterrados. Me refiero a esos casi tres centenares de millones de niños y niñas que según un reciente informe -servido crudo sobre nuestras conciencias- de UNICEF y The Body Shop Internacional, sufren algún tipo de violencia o abuso doméstico de consecuencias no sólo devastadoras sino duraderas. Ellos, han venido a ser flores sin universo… dejando a un universo sin demasiadas flores. Ellos, ni siquiera pueden soñar con la sombra de la flor con la que nosotros soñamos; en su lugar se pudre el amor familiar tras los muros impunes de su propia fama, hecha, a veces, cómodas anteojeras de nuestras conciencias. Nadie excepto Dios puede crear una flor, pero que fácil es agostarla; aunque nunca antes de ser creada, ni imaginada. Nosotros podemos imaginarla. Imaginémosla al menos… también para ellos.
Publicado en Diario CÓRDOBA el 9 de agosto de 2006