jueves, febrero 16, 2006

SÍ, QUIERO


Recuerdo que, en aquellos años de soltería en los que la jocosidad nos servía de dialéctica conmilitona hasta para perorar los temas más solemnes, circulaba una frase con la que se solía zanjar entre los solitarios más recalcitrantes o mohínos, cualquier atisbo de compromiso marital; era la siguiente: “¿Por qué nos alegramos en las bodas y lloramos en los funerales? ¡Porque no somos la persona involucrada!”. El pensamiento, pergeñado por el humorista estadounidense Mark Twain bastantes décadas antes de que ni siquiera tuviéramos billete para este mundo, esconde, bajo la pirotecnia de la ironía, un pesimismo hastiado y testarudo, dispuesto a arrebatarle al matrimonio y a la vida su única herencia: el amor. Tal vez, el autor de Las aventuras de Tom Sawyer no pudo sustraerse al espanto de una época, como la nuestra, en la que los valores morales de tan manoseados o vilipendiados, escuecen de tal manera las relaciones con el prójimo, que se acababa incluso por sentir dentera de hasta un sentimiento tan íntimo y vital como es el de comprometerse o casarse. Y si además, tenemos en cuenta, como decía Blasco Ibáñez, que la juventud es la edad de los sacrificios desinteresados, y el himeneo es uno de ellos, estamos arruinando una de las etapas más esenciales de los jóvenes, en la que la sociedad espera sobrevivir gracias a estas familias embrionarias.
No obstante, los cordobeses podemos sentirnos afortunados, ya que en el último informe del INE sobre tasa de nupcialidad, no sólo se mantiene Córdoba, desde hace una década, por encima de la media nacional en cuanto a bodas civiles y religiosas, sino que además nuestros desposorios cuentan con los varones y mujeres más jóvenes de la media española. Para que luego digan que la felicidad, que es una cosa muy sería –como apuntaba nuestro Séneca-, nos la tomamos a cachondeo. Y es que aquí nos ganaran en otras cosas, pero no en decir “sí, quiero”.

Diario CÓRDOBA (15-II-2006)

PASIÓN 'FUGIT'


“Podrá nublarse el sol eternamente; / podrá secarse en un instante el mar: / podrá romperse el eje de la tierra / como un débil cristal. / ¡Todo sucederá! Podrá la muerte / cubrirme con su fúnebre crespón, / pero jamás en mí podrá apagarse / la llama de tu amor.”. Disculpen que comience con esta hiperbólica entradilla, pero de lo que se trata es de emboscarles con el recuerdo, incipiente o lejano, de aquella pasión con la que el amor uniformó nuestros primeros estadios de enamorados. Por supuesto, que mejor que estos versos de Bécquer para evocar aquellas etapas de místico obcecamiento en las que como en la parábola del Reino de los Cielos, vendimos todo lo que teníamos para comprar el campo donde se revelaba el tesoro de nuestro amor. Para los que la hemos experimentado, esta irrevocable pulsión no consiste en un sentimiento de ilusión, inclusive, ardiente o acaramelado, sino más bien en un desesperado alegato de la inmortalidad del alma, donde ésta, en un alarde de supervivencia, es capaz de liberarse de todo lo material en cada beso y en cada lágrima, transmutando, llegado el caso, la soberbia de la muerte en una devota espera. Pues bien, esta prueba cotidiana en la que todos hemos ejercido de catecúmenos y en la que también se constata que el primer movimiento del mundo es impelido por la pasión del amor, no sólo se debe a la acción simple y minimalista de una hormona, sino que además tiene los días contados.
Y es que según un reciente estudio realizado por un grupo de científicos de la universidad de Pisa (Italia), el apasionamiento amoroso -génesis de cualquier amor que se precie- es causado por la neurotrofina, la cual, para más inri sólo permanece en este lance hormonal dos años. O sea, que más de uno, o somos la excepción que confirma la regla, o nos hemos cargado el experimento. Menos mal que san Valentín, como el poeta, no creé en sustancias químicas.

Diario CÓRDOBA (8-II-2006)